jueves, 19 de septiembre de 2013

"Es demasiado tarde para escribir sensato..."


En la oscuridad de la alcoba, embriagada por la música que hace palpitar los altavoces oigo unos pasos detrás de mi espalda, más allá de la entrada de este refugio de alcohol. De la misma forma los pasos, cada vez menos intensos, van cambiado el rumbo hacia mi izquierda, otra vez. Todas las noches la misma historia. Ni mis palabras ni las de nadie producen ya el mínimo efecto.

Cada noche, bajo el cielo, un bloque de pisos que bien podría ser de cualquier otra persona. Segundo piso, una familia un tanto desestructurada. Aunque las lágrimas no salgan a flote el resentimiento la carcome. Él hace su vida, la suya. Pero no hablo de ellos.

La cocina, su refugio. El paladar de los problemas, cuyas soluciones en realidad son agrandarlos todavía más si cabe. Se oyen ruidos, cajones abriéndose más que cerrándose. Golpes en el mármol, crujidos de cuchillos, tintineo de cubertería. De repente pero esperándolo, empieza a venir un olor a carne y tomate fritos, las grasas de la perdición.Una vez más, como siempre. Las bromas y gracietas de su gran actividad en el oficio le han convertido en un animal imparable, capaz de engullir cantidades insólitas para, poco a poco, ser más animal. Cuando alguién te insulte de la peor forma posible y derrames tu primera lágrima quizá podrás cambiar. Cuán equivocada estaba. Cayó tu primera lágrima de sinceridad, después de mi consuelo vinieron unas cientas más. Pero no fue suficiente. Cambiaré, hoy me has enseñado algo, ahora déjame solo, por favor. Si eso te lo hubiera dicho a las doce del mediodía en vez de a las 3 de la mañana, quizá hubieras podido resistirte un día entero. Pero ya no te importa cuánto crezca tu estómago a tus venticuatro años de edad, una pena. Una pena que, por tu poca voluntad, tu peso y tu enfermedad vayan en aumento.

Venticuatro años, 1,90 m, 140 kg.